10.4.06

VIVIDORES



El Rigat, inaugurado en 1942 en la plaza de Catalunya, El Cortijo y la Rosaleda en la Diagonal situada más allá de la plaza rebautizada con el nombre de Calvo Sotelo, que el mismo 1942 empezaba a ser prolongada desde el Palau de Pedralbes hacia Esplugues. Fernando Vizcaino Casas describe así el Rigat: "Respondiendo a una característica muy propia de los períodos de pobreza, los locales eran suntuosos, cargados de mármoles y de lámparas con colgajos y de espejos y escaleras".

En cuanto a La Rosaleda, Ignasi Agustí describe, en sus memorias, las noches en aquel local como "plácidas, dotadas de una extraña beatitud entre el trabajo y la tensión cotidiana". Los hijos de las buenas familias y quienes, como Agustí, se habían puesto al lado de los vencedores, podían ahogar, sin embargo, su mala conciencia por aquella buena vida en un contexto desolador de miseria y represión, pensando que la orquesta de Bernard Hilda que tocaba en el mismo era "una manifestación viva de la esperanza aliadófila" y que cuando bailaban elegantemente vestidos el J'attendrai hacían "una manifestación explícita de adhesión a la Resistencia francesa". Quien no se engaña es porque no quiere.

Mientras tanto, los que tenían que luchar cada día por conseguir un pedazo de pan trataban también de encontrar espacios donde olvidar. En las noches de bochorno se sentaban en la Diagonal a escuchar el sonido lejano de las orquestas que tocaban en El Cortijo y la Rosaleda. Los domingos iban al zoo a ver el elefante Perla, regalado en 1944 por el zoo de Berlín, que ya no sabía cómo alimentarlo en una ciudad asediada por los bombardeos aliados, de la misma forma que la antecesora de Perla, la elefanta Júlia, había muerto de hambre en la Barcelona de la guerra civil. Se paseaba por Montjuïc en donde también en 1944 se reconstruyeron las pérgolas del Parque Laribal, y se leía El Coyote que el mismo año empezó a publicarse por Josep Mallorquí. Los cines se llenaban de cazadores de sueños y la iglesia aprovechaba la ocasión para multiplicar las procesiones que proporcionaban un rato de entretenimiento gratuito.

A estos esfuerzos colectivos por recobrar la normalidad les encontramos ahora un aire patético. Sin embargo quienes los protagonizaban no eran seguramente conscientes de ello. Buscaban paraísos artificiales del mismo modo que lo hacemos hoy. Las ganas de sobrevivir se imponían a cualquier otra consideración.

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