EL DESAYUNO
No se si será a causa de las bajas temperaturas que estamos padeciendo desde hace unos días y que a partir de hoy se van a ir desplomando de manera ostensible, pero la verdad es que las ideas parecen estar sumidas en un estado de hibernación esperando poder resurgir con el buen tiempo.
Tengo la vieja costumbre de madrugar y cuando llega media mañana necesito entretener el estómago con algo sólido para aguantar hasta la hora de comer.
Normalmente me preparo un pequeño bocadillo, unas veces de embutido, otras con anchoas o de sardinas en escabeche. Hoy me apetecía unas rebanadas de pan con aceite de oliva y sal, las cuales me han sabido a gloria.
En mi infancia, mi madre solía prepararme para el desayuno unas tostadas de pan de hogaza con la nata que se formaba al hervir la leche de vaca, lo cual no dejaba de ser un lujo en aquellos tiempos de escasez.
Por las tardes a la hora de la merienda, si era en verano, un par de rebanadas con vino y azúcar y en otras ocasiones con aceite y sal como he hecho hoy, todo esto acompañado, si lo había, de un poco de chocolate duro de masticar.
La leche la íbamos a comprar a la vaquería, que es como entonces se llamaban los establecimientos expendedores del producto lácteo, pues tras el pequeño mostrador al que acudíamos con la lechera de hojalata, se hallaba el establo de las vacas que eran muñidas dos veces al día. Siempre recordaré el olor tan peculiar que flotaba permanentemente en la tienda y el calorcillo que los animales desprendían.
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