2.4.04

Esta mañana he cogido el tren para ir a Malgrat. He llamado al timbre de la puerta que da acceso a la Residencia Toy, en la que lleva residiendo desde hace ocho años, mi madre. Como todos los viernes, también ha ido mi tía Victoria, que a pesar de su edad es la única que no falla en su visita semanal. A pesar de sus 96 años, mi madre en cuanto me ha visto se le han humedecido los ojos y apretándome las manos, me reconoce al instante. Su aspecto a primera vista es positivo. Sus cabellos blancos están muy bien peinados y sus facciones no están tan abotargadas como la última vez. El discurrir de su mente es atropellado, confundiendo personas y hechos en una patética mezcolanza del tiempo, en la que según que episodios, aflora su fuerte carácter gallego y la educación militar española que le transmitió mi abuelo Vicente. Son los típicos síntomas de la demencia presenil que desde hace un año han empezado a obrar sus efectos en ella. A las doce y media, entra en el primer turno de comedor, pues ya necesita ayuda para comer. La dejamos en su silla de ruedas ante la mesa que comparte con otras residentes y me voy con un sentimiento de pena e impotencia por no poder ofrecerle vivir en otras circunstancias.

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